Por ejemplo, sentirse seguro es un componente importante de la felicidad. El sentimiento de seguridad puede mejorarse comprando un revólver, instalando una fuerte cerradura en la puerta principal, mudándose a un barrio más seguro, ejerciendo presión política sobre el ayuntamiento de la ciudad para tener la protección de más policías o ayudando a la comunidad para que llegue a ser más consciente de la importancia del orden ciudadano.
Todas estas respuestas diferentes se dirigen a conseguir condiciones ambientales más en conformidad con nuestras metas. El otro método por el que podemos sentir más seguridad implica modificar lo que entendemos por seguridad. Si uno no espera que la seguridad sea perfecta, reconoce que los riesgos son inevitables y consigue disfrutar en un mundo menos ideal y menos predecible, la amenaza de inseguridad no tendrá tantas oportunidades de estropear su felicidad.
Ninguna de estas estrategias es efectiva utilizada aisladamente. Cambiar las condiciones externas puede parecer que funciona al principio pero si una persona no tiene el control de su con ciencia, los viejos temores o deseos volverán pronto y revivirá inquietudes previas. Uno no puede crear un sentido completo de seguridad interior aunque se compre su propia isla caribeña y la rodee de guardaespaldas armados y perros de presa.
El mito del rey Midas ilustra muy bien el argumento de que el control de las condiciones externas no mejora necesariamente la existencia. Como la mayoría de la gente, el rey Midas pensó que si llegase a ser inmensamente rico su felicidad estaría asegurada. Por ello hizo un pacto con los dioses, quienes tras regatear mucho rato le otorgaron su deseo: que todo lo que tocase se convirtiera en oro. El rey Midas pensó que había hecho un gran negocio. Nada le impediría ahora llegar a ser el hombre más rico y, por lo tanto, el más feliz del mundo. Pero nosotros sabemos cómo termina la historia: Midas pronto tuvo que lamentar su acuerdo, porque el alimento en su boca y el vino en su paladar se convertían en oro antes de que pudiese darles un bocado, así que murió rodeado de platos y tazas doradas.
La vieja fábula sigue repitiéndose a través de los siglos. Las salas de espera de los psiquiatras se llenan de pacientes ricos y con éxito que, al llegar a sus cuarenta o cincuenta años, se dan cuenta de repente de que una casa en las afueras, los automóviles caros e incluso una educación en Ivy League son no suficientes para tener paz mental. Pero la gente todavía tiene la esperanza de que cambiando las condiciones externas de su vida hallará la solución de sus problemas. Si pudiesen ganar más dinero, estar en mejor forma física o tener una pareja que les comprendiese más, realmente serían felices. Aunque reconozcamos que el éxito material no trae consigo la felicidad, nos enzarzamos en una pugna interminable por alcanzar metas externas, esperando que con ello mejore nuestra vida.
La riqueza, la condición social y el poder han llegado a ser en nuestra cultura los símbolos de la felicidad. Cuando vemos gen te rica, famosa o apuesta, tendemos a pensar que sus vidas son maravillosas, aunque tengamos pruebas que nos indiquen que no es así. Y pensamos que si nosotros pudiésemos adquirir algunos de esos mismos símbolos, seríamos mucho más felices.
Si realmente triunfamos y llegamos a ser más ricos o más poderosos, creemos, por lo menos durante un tiempo, que nuestra vida ha mejorado en su totalidad. Pero los símbolos pueden defraudarnos: tienden a distraernos de la realidad que se supone que representan. Y la realidad es que la calidad de vida no depende directamente de lo que los demás piensen de nosotros o de lo que poseamos. Más bien depende de cómo nos sentimos con nosotros mismos y con lo que nos sucede. Para mejorar la vida hay que mejorar la calidad de la experiencia.
Esto no significa que el dinero, el bienestar físico o la fama no tengan importancia para conseguir la felicidad. Pueden ser auténticas bendiciones, pero sólo nos hacen sentirnos mejor. De otro modo, en el mejor de los casos son neutrales; en el peor son obstáculos a una vida feliz. La investigación sobre la satisfacción vital y la felicidad sugiere que, en general, existe una leve correlación entre la riqueza y el bienestar.
Las personas que viven en los países económicamente más ricos (incluyendo los Estados Unidos) tienden a considerarse, en conjunto, más felices que la gente que vive en países menos ricos.
Ed Diener, un investigador de la Universidad de Illinois, encontró que las personas muy ricas dicen ser felices como promedio el 77% del tiempo, mientras que personas con una riqueza media dicen ser felices únicamente el 62% del tiempo.
Esta diferencia, aunque estadísticamente es importante, no es muy grande, especialmente si sabemos que el grupo de los “muy ricos” fue seleccionado gracias a una lista de los cuatrocientos estadounidenses más ricos. Es también interesante tener en cuenta que ninguno de los sujetos del estudio de Diener creyó que el dinero por sí mismo garantizase la felicidad.
La mayoría estaba de acuerdo con la afirmación «el dinero puede disminuir o incrementar la felicidad según cómo se use».
En un estudio anterior, Norman Bradburn encontró que el grupo de ingresos más elevados decía ser feliz un 25% más frecuentemente que el grupo de ingresos más bajos. Nuevamente la diferencia estaba ahí, pero no era muy grande. En una encuesta global denominada “La calidad de vida estadounidense”, publicada hace una década, los autores afirman que la situación financiera de la persona es uno de los factores menos importantes que afectan a la satisfacción general con la vida.
Dadas estas observaciones, en vez de preocuparnos acerca de cómo conseguir un millón de dólares o cómo hacer amigos e influir sobre las personas, parece ser más beneficioso averiguar cómo puede hacerse más armoniosa y más satisfactoria la vida cotidiana para lograr así la felicidad por una ruta directa, puesto que no podemos alcanzarla persiguiendo metas simbólicas.
Vincent M. Roazzi ('La espiritualidad del éxito')